a un paso del cielo
- Melissa Mendieta
- 22 ene 2019
- 5 Min. de lectura
Crónica que narra mi historia en el accidente de Tans Perú en la ciudad de Pucallpa el 2005

Salí por la mañana, el 23 de agosto. Me despedí de mis tíos queridos, Rosemary y Emilio; ellos salieron muy temprano al trabajo; y yo, entretanto, me quedé con Nilsa, mi amiga, quien me ayudó a hacer las maletas para regresar a Iquitos. Como ella es una jovencita muy servicial, quise retribuirle con un obsequio simbólico por su ayuda; y, para tal propósito, saqué un huairuro de mi monedero, augurando que le daría mucha suerte me acerqué a Nilsa y le dije:
“Esto es algo muy especial para mí, siempre me ha dado suerte y desde ahora quiero que tú lo conserves”.
–Ella me miró sorprendida – “Pero es tu amuleto”– respondió.
“Ya me dio demasiada suerte… que seas muy feliz Nilsa” –contesté sonriendo y me despedí subiendo al taxi que me esperaba en la puerta para llevarme al aeropuerto. Le hice adiós con la mano hasta que la perdí de vista.
Estando en el aeropuerto me enteré que el vuelo de aquel martes era con escala en la ciudad de Pucallpa y por eso me pesó un poco haber adelantado el viaje, ya que mi boleto estaba originalmente fijado para el día siguiente (miércoles 24) en vuelo directo hacia Iquitos.
Pasé a chequear mi pasaje y en el counter me dijeron que tenía que hacer un reembolso de 14 dólares, pues había comprado el pasaje en época de promoción y ya estábamos fuera de la fecha. Con esta novedad llamé a Francisco, coordinador del Instituto Runa y promotor intelectual de mi viaje a Lima; le expliqué el problema y me dijo que iría en seguida con el dinero, mientras lo esperaba pensaba que podría perder el vuelo.
Cuando Francisco llegó, nos explicaron que lo del reembolso había sido un error y que no había que pagar nada. Así las cosas, nuevamente fui a chequear el pasaje, y esta vez, como ya casi todos los pasajeros se habían chequeado y se hacía tarde, me dieron un asiento en la parte posterior. Después agradecería enormemente que se hubiera producido este impasse.
Dentro del avión y durante los primeros minutos del vuelo, sentía algo extraño en mi interior y me invadía una especie de tristeza profunda al ver cómo Lima iba desapareciendo poco a poco ante mis ojos, que de pronto, fueron anegándose en lágrimas sin saber por qué. Desde la ventanilla se observaba un paisaje hermoso y todo parecía sin problemas. Nada, absolutamente nada nos hubiera conducido a pensar, en aquel momento, que ése sería el último viaje para muchos de nosotros.
Era la primera vez que viajaba sola, y eso me asustaba mucho. Recordé las palabras de JJ durante el viaje de venida a Lima.
– ¿A qué le temes? Suena difícil decirlo, pero ¿le tienes miedo a la muerte? - No supe qué contestar en ese momento y sólo respondí con otra pregunta:
– ¿Y si se cae el avión?
Se que algún día tengo que morir, pero no quisiera que fuera de esa forma, me decía recordando que hace pocos días había caído un avión en Venezuela donde todos murieron.
JJ me aconsejó que cada vez que tenga temor, debía de respirar profundo varias veces; y de verdad que haciendo caso a esas palabras logré sentirme un poco más tranquila. Entonces me sobrevino una necesidad enorme de escribir; busqué papel y lapicero y encontré también un recibo de unos chicles que había comprado poco antes de abordar el avión. Entonces empecé a escribir libremente en el pequeño pedazo de papel:
“Y aquí estaba
en un rincón
del confín del
universo, volaba
como pidiendo
permiso a las
nubes, a un
paso de la
mano de Dios,
y lo sentía
tan cerca que
pensé que estaba
en el cielo
junto a él”
Líneas que más tarde titulé “A un paso del Cielo” mientras me recuperaba en la Clínica Ana Stahl de Iquitos. Muchos podrían llamarlo presentimiento o intuición; pero ni yo misma lo puedo contestar.
Minutos antes de aterrizar, el capitán ordenó a todos los pasajeros que nos abrocháramos cinturones pues en diez minutos estaríamos arribando a la ciudad de Pucallpa. Eran las dos y cincuenta y nueve de la tarde exactamente; lo sé, porque siempre que estoy en un avión tengo la manía de ver la hora a cada momento. Pocos instantes más, el cielo se oscureció al punto que no se podía apreciar nada, excepto densas nubes negras. Inesperadamente el avión comenzó a zarandearse haciendo movimientos bruscos y perdiendo altura con rapidez, pero habiendo logrado estabilizarse en cosa de minutos. Tuve pánico. Respiraba profundo, pero nada de calmarme; estos no eran simples baches, pensé. De pronto las luces se apagaron definitivamente, y sólo entonces tuve conciencia del peligro: sentí que mi cuerpo se reducía; pensé que el avión estaba explotando a causa de un ruido estruendoso que se produjo y que vino acompañado de una luz potente y cegadora.
El piloto intentó hacer un aterrizaje de emergencia arrastrando al avión unos quinientos metros, hasta que partió en dos en medio del fuego y potentes sonidos metálicos. Si no se partía en dos, probablemente hubiésemos muerto todos. Una vez detenida la nave en su aterrizaje forzado y en medio de la tremenda confusión por la supervivencia, una de las aeromozas logró abrir en pocos segundos la puerta posterior del avión siniestrado y exclamó dando grandes voces:
- ¡¡¡Salgan rápido!!!…. ¡¡¡El avión va a explotar!!!
Las personas conscientes comenzaron a correr desesperadas para salvar sus vidas. Yo también traté de correr, pero me di con la ingrata sorpresa de que las sillas de adelante se habían amontonado rápidamente hacia atrás y me tenían completamente atrapada. Así es que traté de salir, pero no podía, de ningún modo. Desesperada comencé a gritar pidiendo ayuda. Milagrosamente apareció un moreno alto, quién al verme atrapada, se acercó rápidamente y jaló varios fierros retorcidos, y yo con un poco de esfuerzo de mi parte, pude zafarme y viéndome libre, salí corriendo junto con todos los demás.
Después supe que la aeromoza que abrió la puerta fue la última en salir, luego de haberse asegurado de que no quedaba nadie con vida en el avión.
Habíamos caído en medio de un extenso aguajal; el charco nos llegaba hasta las rodillas y casi no se podía avanzar. Me dolían mucho las piernas y sentía que en cualquier momento iba a perder el equilibrio y me iba a desplomar. Pero a pesar de eso, mi determinación era seguir avanzando hasta llegar lo más lejos posible de la explosión que ya se venía.
Pude notar que increíblemente estaba granizando. Tenía que ser un sueño –era imposible que granizara en la selva– pensé. Pero los bloquecitos de hielo que caían incesantemente y el dolor que estos producían al impactar en mi cuerpo, me hacían ver una pasmosa realidad.
Mientras tanto, ya habían logrado rescatar numerosos sobrevivientes con serios problemas de quemadura en rostro, manos y diversas partes del cuerpo y se necesitaba ayuda urgente. Quienes lograron conservar sus celulares consigo, empezaron a llamar pidiendo ayuda.
Nadie sabía dónde estábamos, ni a dónde teníamos que ir. Caminábamos sin rumbo mientras que mis dolores aumentaban. Horas más tarde me enteraría que tenía una fractura en la zona hilio pélvica derecha. Las enfermeras se preguntaban intrigadas cómo había podido salir caminando del avión con ese hueso roto.

Después y a los lejos vi a la señora que iba a mi lado en el avión; me miró y me abrazó, me llenó de besos el rostro, agradeciendo a Dios que me encontrara bien. Ella fue mis piernas desde ese momento y la que me animó a seguir, a pesar de estar en peores condiciones que yo; su rostro estaba lleno de sangre y tenía heridas notorias en los labios, el mentón y la mano derecha. Caminamos por más de media hora cuando por fin nos encontraron los rescatistas y desde aquel momento, no volví a verla más. Sólo sé que se llama María. Ojalá algún día pueda agradecerle por su ayuda, de igual manera a aquel moreno alto de quien no sé ni su nombre, pero al que guardo inmensa gratitud.
De aquel vuelo 204 en el Boeing 737 de Tans, sólo 58 pasajeros pudimos salir con vida y 40 lamentablemente no.
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