top of page
Buscar

lágrimas de margarita

  • Foto del escritor: Melissa Mendieta
    Melissa Mendieta
  • 22 ene 2019
  • 10 Min. de lectura

Mi primer cuento. Divertida historia que narra las experiencias de un vigilante en la morgue.


Se fijó al azar en ella una incierta mañana de cielo gris y se quedó contemplándola fijamente: sobre su crespa cabellera llevaba un lazo de seda blanco y de pronto su rostro juvenil le recordó un antiguo amor; pero eran dos desconocidos rodeados de espesas sombras en el silencio de ese enorme camposanto. Al fijarse nuevamente en su rostro, Camilo notó sus ojos enrojecidos por las lágrimas, sus mejillas visiblemente húmedas y la mirada perdida en algún misterioso punto del infinito. Había algo en su mirada, un profundo misterio que no supo descifrar en aquel momento.


Camilo Romero tenía acumulados demasiados meses sin conseguir trabajo, y necesitaba urgente encontrar uno para mantener a su familia. Después de mucho buscar, recibió por fin una atractiva propuesta en una empresa de service como agente de seguridad del Aeropuerto Internacional Francisco Secada Vigneta de Iquitos, propuesta que aceptó con gusto. Tenía fama de ser estricto y muy responsable con sus obligaciones, de tal forma que siempre lo distinguían por cuidar su trabajo como si fuese un tesoro de enorme valor. Nunca permitió acciones fuera de los límites de la honradez; característica que le valió, a veces, acres intercambios verbales con sus superiores.


Dada su comprobada eficiencia, no podía ser despedido con tanta facilidad, por lo que fue transferido sin demoras al local de la Sunat, entidad en la que no tuvo problemas por su buen desempeño; sin embargo, el tiempo transcurrió y tuvo que concluir su contrato en dicha institución. Nuevamente sin empleo en el horizonte, su jefe le propuso como último recurso transferirlo a otra sede y en otro turno: el de la noche.

En la Morgue.


La noticia lo estremeció al instante, pues siempre había sentido grandes temores a todo lo relacionado con la muerte, y huía discreto de cualquier situación o conversa relacionada con este macabro tema, de modo que el inesperado asunto de laborar como vigilante nocturno en la Morgue resultaba siendo sencillamente lo último dentro de lo inimaginable. Pero no tenía otra opción. Debía aceptar.


II


Mientras ocurría esto, recordó el día en que había fallecido un amigo del barrio y por fuerza debía estar presente en el velorio. No queriendo asistir solo, invitó a su compañero de cuarto para tener alguien seguro con quien distraer positivamente sus pensamientos.


Dieron las dos de la madrugada cuando salieron del velorio y regresaron a casa. Camilo no podía conciliar el sueño: misteriosamente se apagaba la luz, volvía a encenderse y en pocos segundos se apagaba de nuevo. Y así, varias veces. En esa oscuridad decidió por fin dejar apagada la lámpara de una vez por todas, para dejar prendida una vela en su lugar. Despertó a su amigo que dormía plácidamente, le contó lo que estaba ocurriendo, de modo que los dos se pusieron a rezar en coro y en voz alta para espantar toda posible influencia maligna.


De un momento a otro aparecieron desde abajo de la cama unas manos negras que se acercaban tenebrosamente hacia ellos; y bajo el efecto que producían las oscuras sombras de la vela, estas manos parecían agrandarse de modo aterrador. Ambos lo vieron con gran susto. Se abrazaron, gritaron desesperados y salieron corriendo a tropezones hacia la calle.


En ese momento se escucharon fuertes carcajadas en el interior de la casa. Sorprendidos, los amigos regresaron con paso receloso a la habitación; encendieron la luz y se dieron con la tremenda sorpresa de que el fantasma no era otro que un conocido vecino, quien les estaba jugado una broma pesada. Camilo nunca más volvió a dirigirle la palabra.


III

Su primera propuesta de solución fue intercambiar turno con el guardia de la mañana o quizás, renunciar al cargo. Pero descartó esta idea, por el infinito amor a su familia, se armó de valor y se preparó con mucha valentía para su primer día de trabajo; mejor dicho, para su primera noche de trabajo.


Exactamente a las diecinueve horas llegó a lo que sería en adelante su nuevo centro de labores. Presentó consignas ante el guardia de la mañana, quien finalizaba su jornada y que de paso le indicó a grandes rasgos sus responsabilidades y funciones. Minutos después sonó el teléfono, cosa que asustó a Camilo, pues el bendito aparato hacía un ruido inaceptablemente estrepitoso. Se anunciaba que dentro de una hora estarían llevando un muertito. Camilo preguntó si se trataba de una criatura. José, que así se llamaba su colega, respondió que no, que era un adulto, y que el médico solía llamar así a todos los difuntos, indistintamente. Para él, todos eran “muertitos”.


En la ágil mente de Camilo se cruzaron a la velocidad del rayo miles de oscuros pensamientos; le sudaban las manos y su corazón latía cada vez más rápido al escuchar el tic-tac del reloj. Rogaba mentalmente que nunca llegara el famoso muertito. Los ojos de aquel hombre parecía que se iban a secar: estaba a la expectativa, intranquilo, miraba a un lado y otro de la autopista para ver a qué hora lo traían. – No te preocupes – le habló José – por esta noche yo te acompañaré para que aprendas cómo actuar en estos casos –. Estas palabras lo tranquilizaron. Y así transcurrió su primera jornada nocturna, tranquila y sin mayores novedades. A fin de cuentas, el muertito que estaba anunciado para llegar, no había llegando nunca.


A la noche siguiente ya le tocó estar solo de verdad. En cuanto pudo apagó las luces del corredor y salió como alma que lleva el diablo con dirección a la calle. Sacó una silla y se sentó junto a la vereda, pensando pasar tranquilo todo el resto de su turno. Había una deliciosa brisa que soplaba frescamente sobre su rostro. De repente percibió olfatear un extraño olor de agua florida, sin saber de dónde podía proceder. En eso, a lo lejos observó que llegaba un motocarro acercándose a la Morgue. Iban en él dos mujeres que llevaban tendido en el piso un bulto grande, cubierto con una sábana blanca. El vehículo estacionó en la entrada y su conductor comenzó a acercársele en silencio. Luego supo que aquel olor de agua florida se percibía siempre antes de que apareciese cualquier cadáver.


En ese momento Camilo recordó rápidamente una historia sobre un motocarrista que transitaba por el Hospital Apoyo Iquitos a altas horas de la noche: vio a una señora salir con una niña en brazos, cubierta con una sábana; apenas se podían ver sus piecesitos. La mujer lo llamó y le preguntó por cuánto la llevaba hasta Zungarococha. Desanimado por la enorme distancia, pidió cincuenta nuevos soles esperando que su oferta sea rechazada; la mujer aceptó en seguida. La embarcó y enrumbaron al destino solicitado. La pasajera aparentaba haber llorado mucho, pero él sólo pensaba que en menos de una hora habría hecho el doble de su feria. Lo demás no le preocupaba mucho, aparentemente.


Al llegar al destino, la señora entró a su casa sin cancelar la carrera, dejando a la niña en el motocarro, y como tardaba demasiado en volver, al motocarrista no le quedó otra cosa que conversar con la pequeña, -¿Y cómo te trataron en el hospital?- preguntó. Al no encontrar respuesta se sorprendió, pero igual continuó conversándole -¿hace mucho frío, verdad?- pero nada, la muchacha no contestaba.


Un anciano salió de la casa con los cincuenta soles para pagar la carrera. Al recibir el dinero, el motocarrista advirtió que el anciano también lloraba, y muy preocupado preguntó cuál era el motivo de su pena. El pobre hombre contestó entristecido que su nieta había fallecido ese mismo día por la tarde, en el Hospital Apoyo Iquitos.

El joven se puso blanco del susto, arrancó su vehículo y regresó a gran velocidad por la oscura y solitaria carretera. Dicen que no bajó la velocidad hasta que llegó a la ciudad y devolvió el motocarro.


Camilo volvió a su realidad cuando el motocarrista le preguntó que dónde meterían el cadáver. El miedo se apoderó nuevamente de su alma de vigilante experimentado, y algo nervioso preguntó si tenían una orden de la Fiscalía. Justo en ese momento llegó un policía en moto, quien traía en sus manos la orden respectiva. Camilo no tuvo más remedio que abrir la puerta y atender la funesta novedad; y estaba tan nervioso que no podía meter la llave en la cerradura.


Luego de uno que otro incómodo incidente provocado por el nerviosismo, el cadáver fue llevado a la bóveda y depositado finalmente en una de las congeladoras. El policía advirtió el temor del guardia, pues le temblaba visiblemente la mano al momento de llenar el acta; y más aún, al llenar el nombre del occiso. -No me gustaría estar en tu pellejo – dijo el policía. Esas palabras aceleraron los latidos del corazón del pobre Camilo, quien al quedarse solo pensó que en cualquier momento el muerto podría levantarse. Por momentos hasta se arrepentía de haber aceptado un trabajo así.


- ¡Camilo…! - escuchó una dulce voz que lo llamaba en sueños. Al despertarse, los dedos rosados del alba se encargarían de recordarle que ya era otro día.


IV


Decidió no regresar a casa y quedarse esperando al médico encargado del lugar para presentar su renuncia irrevocable. Como éste aún no llegaba, se quedó en la oficina esperándolo. Estaba tan concentrado en sus lúgubres pensamientos que no sintió entrar al doctor, quien entró leyendo el periódico sin hacer el menor ruido. De repente sonó el teléfono tan fuerte que asustó al guardia, susto que por supuesto trató que disimular al ver al doctor González parado frente a él. Su acompañante descifró aquella actitud y sólo atinó a decir “tú tienes miedo...” al mismo tiempo que lo señalaba con el dedo índice. Luego el médico continuó diciendo que era natural que sintiera miedo, pero que al final todos terminaban acostumbrándose.


Fueron juntos a la bóveda; sacó al muertito de la congeladora y con la ayuda del forense procedieron a realizar la autopsia. Camilo observaba con sorpresa la escena desde un extremo de la habitación. El doctor Lazo, médico forense, cortaba el pecho del occiso y lo abría como si se tratase de un pollo; acto seguido el doctor González examinaba uno por uno los órganos y tomaba apuntes en su tablilla, mientras que el doctor Lazo degustaba de una deliciosa hamburguesa, tranquilo y sin el menor escrúpulo. Finalmente, cerraron las aberturas con muchos puntos, e inyectaron formol en grandes cantidades.


V


Camilo volvió pensativo a su casa. Ni siquiera tocó el pollo que le preparó su mujer para el desayuno. Estaba intrigado y se preguntaba una y otra vez de quién era la voz que escuchó en sueños. Recordó haber escuchado la voz de ¡Gloria Hernández!, su primera enamorada. “¿Qué habrá sido de su vida?”, se preguntaba; sus padres la habían llevado a la capital para alejarla y nunca más volvió a saber de ella.


Llegó el anochecer y tuvo que regresar otra vez al trabajo. Aún sentía temor de ese lugar, pero esta vez sus pensamientos estaban entretenidos. Sin pensarlo dos veces cogió la guía telefónica, buscó una dirección y anotó algunos datos. Respiró profundamente al coger el teléfono; marcó los números y llamó. Después de algunas timbradas respondió una contestadora automática, con lo que colgó la bocina –Tal vez no sea buena idea– se dijo, y siguió trabajando.


En breves momentos que se quedó dormido, creyó escuchar la misma voz que lo llamaba… - ¡Camilo...!, ¡Camilo...! – una y otra vez. Camilo parecía encontrarse perdido en un inmenso jardín. Corrió en dirección al lugar de donde parecía provenir la voz que lo llamaba, encontrando a su hijo Andrés sentado al borde de un bello y aromático jardín, lleno de bellas margaritas blancas.


VI


Al regresar a casa al día siguiente, se dio con la sorpresa de que su hijo Andrés había enfermado repentinamente; la mamá lo llevó al hospital y le recetaron medicamentos que al final no produjeron mayor efecto. La fiebre no bajaba. Muy preocupado, Camilo preguntó qué podía haber pasado para que su hijo enfermara. La mamá no podía recordar nada. En eso, sus ojos se fijaron directamente hacia un pequeño ramo de margaritas blancas que había en el florero de la habitación. Recordó entonces que eran las flores favoritas de Gloria. Las agarró y asombrado preguntó a su señora de dónde las había sacado. Ella sólo sabía que Andrés las había traído de la calle.


Rogó a su hijo para que le dijera quién se las había entregado. Andrés apenas pudo susurrarle al oído – Gloria…–. Al oírlo, lo abrazó fuertemente. Esperó a que Andrés se quedara dormido y salió temprano de su casa, antes de ir al trabajo. Fue a ver a una tía de Gloria. Al verlo la señora le preguntó – ¿Por qué había esperado tanto tiempo para buscarla? –. Camilo le explicó que necesitaba ver a su sobrina – Ayer estuvo en mi casa, le regaló esto a mi hijo – dijo mostrándole las flores. La mujer lo miró confundida.

– Eso no puede ser, – dijo ella – porque Gloria falleció hace ya más de un mes.

La noticia lo afectó de inmediato y rompió a llorar amargamente. Con el corazón hecho pedazos fue al trabajo y no pronunció palabra alguna sobre lo sucedido. Esperó que amaneciera y fue directo al cementerio.


VII


Ella sólo le devolvió la mirada por un fugaz instante. Sus labios dibujaron una suave y triste sonrisa de despedida. Camilo la siguió con la mirada hasta que la vio desaparecer para siempre entre las sombras. Avanzó hacia la fosa y dejó junto a la lápida el ramo de margaritas blancas que traía en sus manos, mientras que sus ojos llenos de lágrimas repasaban muy sorprendidos el siguiente epitafio:


- Gloria Hernández -

15/01/1970 – 13/05/2000

Q.E.P.D.


Gloria había sido el gran amor de su vida. Estaba muerta y jamás se perdonaría el no haber estado con ella en ese triste trance.


Regresó a casa para ver a su hijo y éste ya no tenía fiebre, sintió un gran alivio; lo examinó de pies a cabeza. En ese momento recordó las palabras de la tía de Gloria: “ella falleció hace ya más de un mes” – el trece de mayo – pensó en voz alta. Era justamente el día que empezó a trabajar en la Morgue; también recordó que aquel día anunciaron la llegada de un muertito que nunca llegó; entonces salió de su casa y nuevamente fue a ver a la señora Hernández.


VIII


Rogó que le cuente cómo había fallecido su sobrina Gloria. Al ver tanta desesperación en el hombre, la anciana se animó a comentarle detalles sobre la salud de la muchacha, muy deteriorada a causa de un cáncer descubierto en su fase terminal, por lo que los médicos le habían dado poco tiempo de vida. Se llegó a casar con un buen hombre y fue muy feliz. Pero, en el fondo su corazón siempre fue tuyo, Camilo. –le dijo–

–Había regresado a Iquitos después de doce años para decirle que……- calló repentinamente, mientras se dirigía a su cuarto para volver al rato con una fotografía entre las manos y se la mostró –ella es Margarita…–se hizo un breve silencio. La hija de Gloria. Tu hija, Camilo.


Él se quedó sin habla por unos segundos al ver en la foto el rostro de la niña, su crespa cabellera y el singular lazo de seda blanco. ¡Pero si era la misma que había visto en el cementerio aquella mañana triste y gris! Desesperado, preguntó dónde podía encontrarla. Con mucha tristeza la anciana contó que Margarita no llegó a saber la verdad, y para ella su padre es el hombre que la vio crecer. Sólo vino a Iquitos para despedirse por última vez de su madre y tal vez ya no vuelva nunca. La anciana le pidió a Camilo que ya no regresara más, porque era mejor dejar las cosas, así como estaban, fueron las palabras de despedida y lo dejó con su turbación en la puerta.


Y pensar que la tuve tan cerca –pensaba Camilo–; ya no podré abrazarla, decirle tantas cosas, que la quería y que me dolía no haber estado con ella tantos años.


–Eso fue lo que querías decirme Gloria –pensaba. No había sido una casualidad que fuese a trabajar a la Morgue. Ella buscó una forma de decírselo, a pesar de que la muerte no se lo había permitido.



Desde entonces Camilo visita diariamente el cementerio, y siempre lleva consigo un pequeño ramo de margaritas blancas.

 
 
 

Comments


© 2019 Melissa Mendieta. Creado con Wix.com

bottom of page